El barrio Smolny y su catedral

Uno nunca sabe lo que puede encontrar en las calles de San Petersburgo. Se trata de una ciudad que lo sorprende a uno en todo momento, en la cual uno descubre a diario esquinas de ensueño, edificios imponentes, iglesitas en lugares insospechados y todo tipo de situaciones cotidianas que serían impensables en otro país de Europa.

Lo ideal en una urbe como esta es simplemente viajar con la corriente, dejarse llevar por el inconsciente y adentrarse en el corazón mismo de la ciudad. Lo mejor es olvidar el mapa, dejar abandonado el reloj y andar a un ritmo lento y relajado para descubrir el alma de Petersburgo en medio de una consciente voluntad de perderse entre sus calles.

Pues bien, esta fue mi formula mágica del otro día cuando salí en una muy desorganizada expedición, con toda la voluntad de avanzar incesantemente para olvidar el camino de retorno. Un método que a menudo le da a uno una idea original de lo que es una ciudad.

Salí de la avenida Nevskij, la arteria petersburguesa por excelencia, y me dirigí a lo que creía era una de esas iglesitas típicas de Rusia, con sus domos en forma de cebolla, iconos en paredes y techos, rodeadas por edificios de concreto de los años 70.

Dejando atrás las boutiques y los turistas me alejé del centro de la antigua capital, para entrar a un lugar mucho más íntimo, de suntuosos edificios. Unos estaban cubiertos de mármol rosado imponiéndose con delicadas columnas en las callecitas y otros hacían alarde de lo que llamamos una arquitectura a la rusa, es decir: de arcos terminados en punta, marcos de ventanas decorados con figuritas de todos los motivos y, sobretodo, fachadas de colores pastel que iban del azul al rojo, pasando por el verde y amarillo.

Me acercaba entonces a uno de los barrios más agradables de San Petersburgo, el Smolny, que se caracteriza ante todo por su tranquilidad, por ser uno de esos sitios en los que uno podría pasar un día entero olvidándose que del otro lado de esos edificios multicolores, la ciudad gira en torno a una vida moderna, intensa y bulliciosa.

 

Así suelen verse las largas y amplias calles soviéticas.

Seguí así mi recorrido atravesando un parque de canales y puentecitos donde las lilas en flor perfumaban alegremente un bosquecito de olmos vecinos. De repente me crucé con un batallón de niños que se entretenían con las historias del los héroes medievales de Rusia. Jugaban a expulsar a los mongoles con sus yelmos en punta, viendo como dos animadores simulaban ser soldados legendarios aunque más parecían el quijote y sancho panza que los furiosos soldados de Iván el Terrible.

Los domos de la iglesia que me dediqué a seguir se acercaban cada vez más, aunque me faltara pasar por otra parte del barrio menos alegre que la anterior. Debía primero encontrarme con lo que yo llamaría el lado Soviético de Smolny, con sus avenidas rectas, larguísimas y casi desiertas. Faltaba poco para saber cómo era la iglesia que coronaban esos domos, pero antes debía cruzar estos tristes edificios soviéticos que más parecían de la Moscú de Stalin que de la solemne y delicada capital de los zares.

Al final, y guiándome tan solo por lo que venía viendo desde hacía varias cuadras, llegué a la que es considerada como la obra maestra del barroco ruso: una fabulosa catedral azul cielo con sus domos plateados. Una mezcla de elegancia y altivez que poco tienen que ver con las tradicionales iglesias rusas de domos multicolores y que, con su cúpula ovalada, se eleva soberbia sobre buena parte de la ciudad.

De lado y lado se extiende un antiguo convento donde hoy en día solo hay oficinas estatales y que debía haber servido de retiro para las grandes duquesas de Rusia. Detrás de la catedral, y pasando una vez más por otro de los silenciosos parques del barrio, se encuentra uno con el río Neva dominado por este conjunto de edificios, compuesto entre otras cosas por el instituto Smolny, donde estudiaban las hijas de los más poderosos nobles del imperio. Un edificio de corredores inmensos que le sirvió a los bolcheviques de campo de tiro durante varios años, para luego convertirse en la sede del partido comunista y luego en la alcaldía de la ciudad.

Confirmaba de esa manera que mi método de perderme para mejor conocer la ciudad de Pedro el Grande había funcionado. Tan solo bastó con haber olvidado voluntariamente el camino y seguir las cúpulas de uno de los más elegantes símbolos de San Petersburgo.

 

 

Escrito por: Juan Camilo Vergara PH.D

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